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Bitácora del director

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Por Pascal Beltrán del Río

Morir en campaña

En 33 años de ejercer este oficio, me ha tocado cubrir y observar decenas de procesos electorales.
En esa experiencia, no han faltado episodios de violencia, como los ocurridos en los comicios municipales de Michoacán y Guerrero en 1989, cuando decenas de personas fueron asesinadas en el marco de conflictos poselectorales.
El 15 de diciembre de ese año llegué al municipio de Benito Juárez, en el oriente de Michoacán, para informar sobre el plantón –uno de tantos en el estado– que mantenían militantes perredistas para protestar por el resultado de las elecciones.
A los 23 años de edad que entonces tenía, nunca había visto el cadáver de un asesinado. Cuál fue mi sorpresa cuando, apenas me apeé en el pueblo, vi tres cuerpos tendidos sobre la plaza principal. Minutos antes, alguien había disparado sobre el plantón desde un vehículo en marcha. Me ganó la náusea.
Sin embargo, nada de aquello se acerca a lo que vemos hoy: una violencia que asuela las campañas electorales de costa a costa y de frontera a frontera.
No minimizo, en modo alguno, los homicidios de aquellos años, fruto de la represión de un régimen que estaba perdiendo el control. Pero en ese entonces la violencia política se concentraba en los principales bolsones de la oposición.
Hoy la vemos en estados tan distantes entre ellos, como Sonora y Quintana Roo, en áreas rurales y urbanas, en municipios de alta marginación y de mediano desarrollo. Detrás de ella no parecen estar las autoridades o los caciques, sino una fuerza más oscura y ominosa: el crimen organizado.
En aquellos tiempos, que triunfara el PRI o la oposición dependía de qué tan aceitada estaba la maquinaria electoral corporativista y de la capacidad de los adversarios de sobreponerse a ella. Hoy en día, los ciudadanos se preparan para acudir a las urnas con media elección ya decidida por los delincuentes. Y, a veces, hasta más.
Vemos candidatos dejar la contienda porque los secuestraron, los mataron o los obligaron, bajo amenaza, a suspender campañas. Pero ¿cuántos más se quedaron en el camino por el temor íntimo de que les sucediera cualquiera de esas cosas? En México, las elecciones están secuestradas por la delincuencia. Un candidato que recibe una llamada o un mensaje exigiéndole que se baje de la campaña no se va a poner a pensar si la advertencia es real o una mala jugada de sus adversarios. Hoy ser candidato se ha vuelto una actividad sumamente riesgosa.
El número de crímenes de alto impacto relacionados con la política se ha ido acelerando conforme se acercan las elecciones. El martes mataron a una candidata a presidenta municipal en Guanajuato y secuestraron a otro en Michoacán. Ya son tantos casos que comienza a perderse la cuenta y, trágicamente, se va abriendo paso la normalización.
Las posibilidades de que esos ataques queden sin castigo son enormes. El plan de protección anunciado por el gobierno federal llegó demasiado tarde. Uno de los primeros asesinatos reconocidos de aspirantes en el actual proceso electoral ocurrió hace seis meses. Fue el de Antonio Hernández Godínez, precandidato perredista a la alcaldía de Chilapa, Guerrero, ejecutado en el interior de una tienda de materiales de su propiedad, el 25 de noviembre de 2020.
Dado el contexto de inseguridad y la gran cantidad de cargos en disputa, era obvio que casos así se reproducirían a lo largo y ancho del país, sobre todo en medio de la peor contracción económica en casi un siglo. No obstante, el gobierno federal, que quiso monopolizar la prevención del delito con la creación de la Guardia Nacional, no supo hacer frente a la amenaza y ahora pretende responsabilizar de la situación a los gobiernos estatales.
Me temo que no hemos visto lo peor. Los ganadores de las contiendas estarán en tanto o mayor riesgo que los candidatos en campaña. Unos, porque habrán triunfado sobre los escogidos por los criminales; otros, porque se convertirán en objetivos de los cárteles rivales.
Cuando se conozcan los números, los partidarios de unos celebrarán la victoria y los de otros gritarán “¡fraude!” o arriarán sus banderas, pero, al final, ¿quién realmente habrá ganado y quién habrá perdido?

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