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Por José Buendía Hegewisch

La prensa en las guerras del narco

La prensa en México vive, desde hace mucho tiempo, un estado de emergencia por su acontecer entre la coacción, violencia y censura, aunque la situación se vuelve costumbre sin ninguna acción inmediata del Estado. La última amenaza enviada por el CJNG en video a través de las redes contra medios y periodistas de perfil nacional arranca la condena unánime y nos conecta con la inseguridad de los periodistas por el crimen, aunque, sin consecuencia alguna, se adormece y normaliza. La enésima advertencia evidencia que son rehenes de las estrategias de guerra abierta entre cárteles en regiones donde se combate a la luz del día y en las que los grupos imponen la ley de “plata o plomo” para silenciar o dictar las coberturas periodísticas.
Su mensaje directo y amenazante contra medios de la CDMX, y en particular de la conductora de TV Azucena Uresti, nos conecta con el alcance del desafío a la libertad de expresión y, en consecuencia, al Estado mismo, pero no es inédito. Cada vez que el amago se ceba en perfiles con alta visibilidad mediática nacional nos hace creer que el problema escala, aunque el crimen, hace más de una década, ejerce un control cuasi totalitario sobre la prensa, como rehén de sus estrategias ante la inacción del Estado o a la coacción de autoridades locales. El narcotráfico es un problema global, pero se cubre localmente. Los riesgos no son iguales para todos los periodistas, aunque la nota del mensaje del CJNG es que todos puedan ser víctimas de presión en sus coberturas, como si se tratara de un derecho de los grupos armados que combaten en Michoacán y otras partes del país.
Ésta no es la primera vez que los cárteles usan la intimidación para manipular a los medios. En muchas plazas asoladas por la violencia incluso han pasado a la acción con atentados y secuestros, hasta dejar la idea de que no hay garantías para ejercer la libertad de expresión ni interés en castigar los crímenes. Sólo por citar un ejemplo, en Coahuila, en 2010, fueron “levantados” cuatro periodistas locales, entre ellos el corresponsal de Televisa, y exigieron para su liberación transmitir tres narcovideos del Cártel de Sinaloa. Algunos cedieron a la presión y los difundieron sin ninguna edición en canales locales, aunque el hecho cimbró y cobró visibilidad nacional cuando el canal 2 de Televisa presentó durante una hora una pantalla negra sólo con el nombre del programa Punto de partida, después de que la conductora Denisse Maerker tronara a cuadro: “No estamos dispuestos a salir esta noche a fingir que no está pasando nada. Sí está pasando”. ¿Y qué ha pasado? La extensión de las zonas de silencio.
La exigencia de medidas inmediatas en el caso de Uresti obligó a López Obrador a ofrecer la protección de su gobierno. Tampoco es la primera vez que un presidente se compromete a garantizar el trabajo de la prensa, aunque sin plan concreto. En 2017, Peña Nieto tuvo también una reacción enérgica por el asesinato de Javier Valdez en Culiacán, en otro caso extraordinario por el reconocimiento internacional de su trabajo sobre el narco. Su ejecución evidenció al Estado mexicano como incapaz de detener los crímenes contra periodistas, que tan sólo ese año sumaron casi una decena, aunque, como la mayoría del más de un centenar de asesinatos, no tuvieron la misma atención que los de alto impacto. Desde aquella vez, cuando Peña Nieto convocó a su gabinete y a los gobernadores para articular una respuesta contundente contra la impunidad, se sumaron 36 nuevas ejecuciones, de las cuales 21 ocurrieron en el actual gobierno. Eso es lo que no ha pasado, la impunidad.
Aunque la emergencia es aún más compleja ahora por el discurso oficial ambiguo respecto a la violencia del crimen de su estrategia de seguridad de “abrazos y no balazos”, que se traduce en mayor tolerancia para imponer su ley en medios y redacciones. Y también por la línea de confrontación con los periodistas, a los que exhibe y estigmatiza en las conferencias mañaneras y luego expresa solidaridad, como con Uresti. Así, los ataques de la comunicación oficial cierran el círculo de las amenazas en una deriva especialmente peligrosa en uno de los países más riesgosos para ejercer el periodismo. Lo que tampoco ha cambiado son las promesas y las palabras.

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