Por Juan José Rodríguez Prats
Aberrante paridad de género
México seguirá hundiéndose en tanto no se entienda para qué sirve el derecho (y más importante aún) para qué no sirve. Todo lo queremos hacer con leyes, con mandatos revestidos de coacción. Desde luego que democracia y Estado de derecho constituyen una unidad. Pero de eso a querer conformar una cultura sólo con reformas legales, hay una gran brecha. En otras palabras, el sistema político que anhelamos requiere de principios que se arraiguen consistentemente en la conciencia ciudadana. Martin Luther King decía, cito de memoria: “Yo no quiero leyes que obliguen a los blancos a quererme, quiero leyes que eviten que me linchen”.
El derecho se hace con intenciones, muchas veces ni siquiera de buena fe. Los ordenamientos se deben evaluar y ponderar por sus resultados. Hay algunos claramente demagógicos que aparentan soluciones sin siquiera rozar la realidad o a veces alcanzando fines totalmente contrarios a los que motivaron su creación. Es el caso del derecho electoral que hemos venido reformando una y otra vez. Se hizo torpemente y con aviesos propósitos en tiempos de Enrique Peña Nieto al incluir la paridad de género. Los efectos han deteriorado a las instituciones, incluso han degradado la participación de la mujer. El Poder Legislativo (no es el único caso) se ha convertido en un pastel a repartir y no una asamblea con capacidad para deliberar, que es su principal función. Ni remotamente Layda Sansores, Evelyn Salgado o Marina Ávila serán buenas gobernantes. Celebraría equivocarme. Es lamentable que no haya ganado Claudia Anaya en el sufrido estado de Zacatecas y que se prolongue el nefasto cacicazgo de Ricardo Monreal.
En las deliberaciones del INE se ha dicho: “Paridad no es equidad”. Nuestro derecho electoral es un mazacote, así lo han calificado analistas políticos. El caso de las juanitas o las simulaciones en los ayuntamientos son el efecto de malas leyes en una nación con endeble (por decirlo eufemísticamente) cultura democrática.
El artículo 25 de la Ley General de Partidos Políticos señala que “son obligaciones de los partidos políticos (…) garantizar en igualdad de condiciones la participación de mujeres y hombres en sus órganos internos de dirección y espacios de toma de decisiones”.
Podríamos repasar los grandes liderazgos de mujeres en distintas naciones en épocas recientes. Ninguna de ellas plantea en sus discursos el feminismo como concepto identitario, que genera fragmentación, exclusivismo y cierto sentimiento de revanchismo.
Va una experiencia personal. Soy un político proclive a la confrontación. Las he tenido con los dirigentes de mi partido (PAN), destacadamente con el actual. En este mismo espacio lo he criticado. Aspiro a ser dirigente de nuestra organización política en Tabasco. Sin embargo, se ha decidido, sin razón alguna y sin sustento jurídico, con dedicatoria, que la posición solamente puede ser disputada entre mujeres, sin que ninguna haya manifestado su deseo de postularse. Es el estado de López Obrador, única entidad en que el PAN carece de registro estatal por no alcanzar la mínima votación. Fui su primer candidato a la gubernatura (1994), entre otros datos curriculares, pero se me niega el derecho a contender. La maniobra es clara. Con argumentos legaloides y la aberrante paridad de género, se pretende eliminar a quienes no impulsamos el proyecto de reelección de Marko Cortés y se apoya a quienes se suman a su causa.
El partido de Gómez Morin fue concebido desde su origen como un instrumento al servicio de la sociedad orientado por principios como la preeminencia del interés nacional. Hoy tiene una inmensa hazaña por realizar: detener el deterioro de la vida nacional. No vamos a lograrlo solapando la mediocridad y condescendiendo con la mezquindad. Hay que dar la pelea, la causa lo amerita.