Por José Elías Romero Apis
Es claro que con discursos no se salvará el planeta. La naturaleza de la Tierra se rige por principios inalterables. El agua corre hacia las tierras bajas. Los vientos corren hacia las depresiones. Las mareas persiguen a la gravedad lunar. Así ha sido siempre y así será mientras exista la Tierra. Conocerlo y reconocerlo es el principio de su dominación.
Por eso, Francis Bacon decía que sólo se puede dominar a la naturaleza cuando se le obedece. La rueda, la presa, el pararrayos, la turbina, el canal, el barco, el avión y mil inventos más son reconocimientos y aprovechamientos de las fuerzas de la naturaleza de la Tierra. Un viento descontrolado de 100 nudos se llama tornado, pero un viento de 500 nudos ya bien controlado se llama avión. Es un simple ejemplo de la domesticación de la naturaleza por la vía de la obediencia.
Cuando la naturaleza del hombre se impone a la de la Tierra, a base de su ambición, de su descuido y de su torpeza, triunfa al costo del calentamiento global, de la depredación, de la polución, de la alteración climática, de la deforestación, del agotamiento de suelos, de la extenuación de mantos y del desgaste de recursos naturales. A su vez, la naturaleza de la Tierra responde a la del hombre y triunfa la improductividad, la escasez, la hambruna, la destrucción y la muerte.
Y es que la naturaleza humana también se rige por sus propias reglas y principios. Aquí es donde surge la obligación de reconocer nuestra esencia. Junto a sus virtudes supremas como la imaginación, la fortaleza, la templanza, la prudencia, la caridad, la sabiduría y muchas otras más, los hombres convivimos con fenómenos de nuestra propia naturaleza. Al igual que con la de la Tierra, conocerla y reconocerla es el principio de nuestra propia autodominación.
Si no aceptáramos la existencia de la crueldad, de la envidia, de la ambición, del egoísmo, de la hipocresía, de la vanidad, de la soberbia, de la cobardía y de muchas otras de nuestras flaquezas, nuestra vida colectiva no tendría futuro posible. Por ese reconocimiento hemos desarrollado mil inventos sociopolíticos tales como la democracia, la soberanía, el gobierno, la república y, por encima de todo, como invento capital, el Estado de derecho.
Sin nuestro esfuerzo, sin nuestra inteligencia y sin nuestra voluntad, el orden y la libertad tienden a repelerse. Soberanía y globalización embonan con dificultad. Democracia y gobernabilidad son una aleación complicada. Qué no decir de la fusión entre aquello que deseamos y aquello que podemos.
Johann Goethe decía que la naturaleza siempre se ensaña con los inconscientes. Nosotros podríamos agregar que también la política se enfurece con ellos. Un río se puede embalsar con una presa. Pero el narcotráfico o la migración no se pueden contener con un muro ni con un retén, como lo pensaba un gobernante extranjero muy limitado, pero muy afortunado o muy afortunado, pero muy limitado. Para el caso, lo mismo da. Con esa receta todos han fracasado.
Así como el río va de la montaña al mar y no del mar a la montaña, el migrante busca un país mejor que el suyo. Los estadunidenses no migran hacia México y los mexicanos no migran hacia Centroamérica. La droga va hacia los países ricos. Los capitales van hacia los países seguros. Los turistas van a los países divertidos. Los compradores van a los países baratos. Las armas van a los países violentos.
Un drenaje profundo es una obra de ingeniería avanzada, pero también de realismo elemental. Por eso no hay drenajes elevados ni turísticos. Por inteligencia y por realismo, nadie trafica narcóticos hacia Burundi ni invierte sus ahorros en Venezuela ni vacaciona en Afganistán ni importa alimentos de los Emiratos Árabes ni le vende pistolas a Suiza.
Si entendemos, dominamos. Si no entendemos, nos dominan. El Sol no sale de noche, la lluvia obedece a la gravedad y la grandeza, el bienestar, el progreso y la paz solamente se instalan donde existe una alta inteligencia política.