Por José Elías Romero Apis
Escribo esta nota para honrar a mis maestros. Los que me han enseñado en la generosidad de la escuela, en el amor de la familia, en la lealtad de la amistad, en el método del trabajo y en la sensatez de la profesión.
Entre muchos otros de mi infancia y de mi juventud, recuerdo al maestro de física que me platicó de las manzanas con las que Isaac Newton trataba de explicar a un mundo ignorante que existe una fuerza invisible que controla el sistema del universo. Supe que se llama gravitación, pero como no me dediqué a ser ingeniero, no sé por qué se cae una trabe. Pero como me dediqué a ser político, sí sé por qué se cae un gobierno.
También recuerdo a mis ilustres y famosos maestros universitarios que dejaban unas horas sus importantes escritorios para ir al aula a tratar de explicarme el principio de legalidad y el de relatividad, la teoría de la obligación y de la culpabilidad, los teoremas de la acción y de la excepción, los axiomas de la litis y de la prueba, la coercitividad y la heteronomía, la supremacía constitucional y la razón de Estado.
Todos mis maestros me quisieron mucho y yo nunca podré olvidarlos. Mis universidades me dieron mucho y yo nunca terminaré de pagarlo.
Me convencí de que el conocimiento y el servicio forman el binomio insuperable de la excelencia universitaria. El conocimiento sólo se explica si sirve a los demás. Por eso, como alumnos hicimos el esfuerzo del estudio para poder servir mejor.
El conocimiento que no sirve es como la riqueza que no produce. Para tener contabilidad de sus muchos activos, el hombre suele hacer sus cuentas del día. Desde luego, lo que ganó en esa jornada. Además, lo que conquistó y lo que logró. Le agrega lo que se esforzó, lo que gozó y, desde luego, nunca le falta la cuenta de lo que pagó y de lo que sufrió.
Pero, además, ese balance nocturno del hombre debiera incluir dos interrogantes existenciales. La primera, ¿hoy, qué aprendí? Y la segunda, ¿hoy, en qué serví? Si algo aprendí y si en algo serví, mi día habrá valido la pena de haber sido vivido.
Ello es lo que explica no sólo la excelencia, sino por encima de ello, la existencia universitaria. La verdadera universidad sólo se explica como institución de servicio y el verdadero universitario sólo se entiende como hombre de servicio.
Toda la vida universitaria está diseñada y aplicada al servicio. No hay carrera ni escuela que no sea sino para servir al hombre. Por eso no existe la universidad del vicio ni la universidad del crimen ni la universidad de nada que lo dañe o lo destruya.
La verdadera universidad sólo prepara hombres que sirvan al hombre. Que le cuiden su salud, que le construyan su vivienda, que le protejan sus derechos, que le organicen su sociedad, que le muestren su origen, que le enseñen la verdad, que le engrandezcan su bienestar o que le descubran sus valores.
Como muestra de ello, podemos ver que el círculo universitario perfecto se cierra virtuosamente cuando esos profesionistas de servicio regresan a la universidad, en buena hora con las manos llenas. Cuando pueden aportar a su cátedra más de lo que ellos recibieron en su aula. Cuando retornan al campus del que salieron trayendo, para entregar a los nuevos, algo que descubrieron, algo que inventaron, algo que recogieron, algo que se encontraron, algo que diseñaron, algo que mejoraron o algo que imaginaron, para el bien de los demás.
Cuando un magnate magnánimo nos da algo de su riqueza, él la resta de su fortuna. Cuando un amigo generoso nos regala su tiempo es porque se lo quitó a su trabajo, a su familia o a sus otros amigos. Pero cuando un maestro nos entrega su sabiduría, ésta no se pierde ni se divide. Ni él deja de poseerla ni se fracciona entre todos sus alumnos. Todos la recibimos íntegra y él la conserva intacta. Tan sólo, más tarde, nosotros nos obligamos a entregarla completa y enriquecida para nuestros alumnos.
En estos días y siempre, a nuestros maestros, gratitud y memoria, así como a nuestras universidades, honor y gloria.
