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Por Jorge Fernández Menéndez

Violencia, mujeres, agendas de género

La Ciudad de México vive una paradoja: mientras mejoran las cifras de seguridad en casi todos los delitos, como robo, homicidios y secuestros, los que aumentan en forma notable son los delitos sexuales: un 192% la violación equiparada, 21% la violación simple, 52% el acoso sexual, y ésas son sólo las denuncias, porque el 95% de los delitos sexuales no han sido siquiera denunciados.
La violencia contra las mujeres es una realidad insoslayable, en la capital y en todo el país. La agenda de género no se soluciona sólo con designaciones de mujeres para altos cargos públicos, aunque ello, sin duda, ayuda. Pero tampoco se acaba con ella ejerciendo la violencia como una respuesta a la violencia sufrida. Al contrario, hechos como los que vimos ayer, con actos violentos de unos pocos colectivos feministas en la marcha con motivo del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, no ayudan. Al contrario, alejan de la simpatía popular una causa que debería ser de todos.
Días atrás, mis amigas de la revista Central me pidieron un texto sobre la llamada nueva masculinidad, en el contexto precisamente del nuevo rol que juegan y deben jugar, aún más, las mujeres en nuestra sociedad. Escribí algo relacionado con mi historia personal y en un principio en el que creo firmemente: la discriminación contra las mujeres no es una forma de masculinidad, no lo era antes y no lo es ahora. Es, lisa y llanamente, machismo, el mismo que alimenta cotidianamente la violencia contra las mujeres.
Allí recordaba a una joven editora del New York Times que decía semanas atrás, en el programa de Bill Maher, en la televisión estadunidense, que algo se debía estar haciendo mal en Me Too (ella era una de las fundadoras del movimiento). El otro día, contaba, al subir al elevador en el periódico, un reportero, mayor que yo, se apartó para dejarme subir primero y, en el gesto, me tocó levemente el hombro. Lo agradecí. Minutos después ese mismo reportero entraba a mi oficina pidiéndome por favor que no lo denunciara, que el haberme dejado pasar primero y el gesto en mi hombro no era un intento de seducción o abuso. Por supuesto, le decía a Bill Maher la editora de NYT, me disculpé yo, pero me pregunté si no habíamos traspasado un límite nosotras mismas.
Claro que se han traspasado límites en Me Too, y no todos los denunciados o cancelados son personajes tan detestables como Harvey Weinstein, pero los hombres hemos traspasado límites durante siglos, y en algunos países las mujeres los están traspasando ahora hartas de abusos y discriminación. En ocasiones con oportunidad y justicia, en otras, cayendo en excesos que no ayudan a su causa, que debería ser nuestra causa, la de todas y todos.
No sé qué significa ser un hombre en la tercera década del siglo XXI. No tengo la respuesta, pero nada tiene que ver con el machismo, la violencia innata y, mucho menos, la sumisión de la mujer, los hijos, con el control de la familia.
Yo creo en la masculinidad que me enseñó mi padre. Nos criamos en una casa donde convivían varias familias, mi abuela, mis tíos, mis hermanas, mis primas. A la cabeza de la familia estaba una abuela siciliana que había llegado a Argentina (ahí nací) sola y cuando tenía apenas 13 años, sin saber una palabra de español, sin conocer exactamente a qué parte del mundo acababa de arribar y sin conocer a nadie. De alguna forma se las arregló para casarse, construir una casa, una familia, soportar la viudez y educar sola a varios hijos.
Todos mis demás abuelos, que murieron antes de que yo naciera, eran españoles, pero ella formó una familia siciliana y matriarcal, donde su yerno, mi papá, se incorporó totalmente y sobre la que influyó en forma notable con sus ideas de igualdad y respeto entre todos. Era el único declaradamente de izquierda, pero mis tíos, primos y amigos (la casa era una suerte de espacio de visita permanente) fueron, de alguna forma, educados por principios que allí, en mi familia ampliada, eran inapelables: respetar a las mujeres por sobre todas las cosas, cuidarlas y protegerlas (en el mejor sentido de la palabra, no en el patriarcal), golpear o faltarle el respeto a una mujer era inaceptable, la educación era igual para todos, como lo eran las oportunidades.
Entre los hombres de aquella familia que tuve que abandonar de muy joven ha habido de todo, pero todos, salvo un tipo despreciable que fue alejado como la peste, resultaron hombres que así actuaron con sus esposas y sus hijas, con sus sobrinas, primas, compañeras de trabajo.
Todo esto viene a cuento para decir que no creo en las grandes agendas de género. Sí creo en su contenido, pero creo más en el ejemplo cotidiano, en la aceptación de que hombres y mujeres somos iguales, pero diferentes; que somos simplemente dos géneros mayoritarios entre nosotros, no los únicos, y que la identidad sexual es un derecho individual e irreversible, tan respetable como cualquier otro. Creo en las viejas reglas de respeto, integridad, caballerosidad bien entendida, en no ejercer jamás la violencia contra una mujer y de tratar a la mujer como a una igual en la vida, a partir de generar las mismas oportunidades para todos.

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