Por José Elías Romero Apis
La hidromancia es la adivinación por las señales del agua. Quizá, si pensamos en el agua, podamos anticipar algo de nuestro futuro colectivo. Nuestra política del agua ha sido de lo más absurdo en cuanto a su administración, su suministro, su cuidado, su costo, su precio y su desperdicio.
Esa errática política se suma a nuestras desorientaciones. Hoy, el barril del petróleo más caro vale 106 dólares y dicen que extraerlo cuesta 3 dólares. Pero el barril del agua más famosa del mundo, proveniente de las montañas europeas, vale casi 500 dólares por barril y se dice que obtenerla cuesta los mismos 3 dólares.
Y entonces, los que nada decidimos, volvemos a preguntarnos, ¿por qué los que mandan consideran estratégicos los yacimientos de petróleo y no los manantiales de agua? ¿Por qué se obsesionan con unos y menosprecian los otros?
Desde luego, nuestra política hidráulica ha tenido algunos momentos luminosos. Lázaro Cárdenas quizá fue el primero que le concedió la debida importancia para un futuro venidero.
Más tarde, Miguel Alemán le dio un horizonte de gran visión. Se establecieron los programas para desarrollar las cuencas del Balsas, del Papaloapan y del Lerma. Se aprovecharon el Nazas, el Pánuco y los ríos sinaloenses. Adicionalmente, junto a las grandes presas, se construyeron sistemas de menor en vergadura, pero no de menor importancia. Sin ello, las sequías hubieran creado un México africano.
Tan sólo una modesta presa en mi tierra mexiquense formó el actual lago de Valle de Bravo, importante polo turístico, así como el aprovechamiento del río que hoy nos refresca y que se menciona líneas adelante.
Después, Adolfo López Mateos dispuso las grandes obras hidráulicas de generación eléctrica. Angostura, Malpaso, Infiernillo y 20 hidroeléctricas más permitieron nuestro desarrollo industrial y evitaron un México oscuro.
Pero, desde entonces, llevamos casi 60 años, o sea 10 sexenios, en los que el agua no es prioridad gubernamental. Los gobiernos de este siglo no han tenido ni siquiera un sólo gran proyecto hidráulico. En este siglo, más les han interesado las elecciones que el agua, que ya no es tan sólo un recurso para cosecha ni un recurso para desarrollo, sino que es un recurso de sobrevivencia.
Por eso, ante los nuestros y ante los extranjeros, mucho me enorgullece lo bueno que hacen nuestros gobiernos, pero mucho me avergüenza lo que hacen mal. Ya he platicado que cierto día una dama vienesa me preguntó el nombre del río de la capital mexicana. A una europea no le pude decir que no tenemos río, porque no me lo creería. Ni confesar que tuvimos como 30 ríos, hoy todos enterrados, entubados y pavimentados. Ni que nuestros ríos no son hidrantes, sino sépticos. Ni que no los usamos para beber, sino para excretar.
Para disimular nuestro salvajismo, le contesté que el río de la Ciudad de México se llama Cutzamala y no le mentí. Le dije que alcanza para que bebamos 25 millones de personas, el tri- ple de su país. Pero le oculté que no cruza la ciudad, sino que se encuentra a 160 kilómetros y que traer el agua, por entre las montañas de 3 mil metros sobre el mar, es un portento mundial de la ingeniería y casi un milagro diario. Que sus bombas empujan cada hora 65 millones de toneladas de agua y que consumen el doble de electricidad que toda la ciudad de Viena.
Así de grande es México para resolver sus problemas y así de pequeño es para evitarlos. Desde la pérdida de Texas hasta la delincuencia, la corrupción, la ingobernabilidad y nuestro actual desplome económico, casi todas nuestras calamidades han sido previamente advertidas.
Si hace cien años nos hubieran dicho que la industria del automóvil sería la industria fundamental del siglo XX, casi todos nos hubiéramos reído. No vayamos a hacer lo mismo si hoy alguien nos dice que la industria del agua será la industria fundamental del siglo XXI. En nuestra América, Estados Unidos, Canadá, Brasil y Argentina tendrán agua, comida y luz. Pero nosotros, como siempre, ya veremos.