Por Leo Zuckermann
Palabras desde el contagio
Escribo este artículo infectado de covid-19. Iba invicto. Desde que comenzó la pandemia y llegó al Continente Americano, me había mantenido sano. Me cuidé todo lo posible. Me vacuné tres veces. Ya estaba cantando victoria, cuando empecé a sentirme mal. Decía en un tuit, a manera de chiste, para aligerar el humor, que parecía como equipo que juega contra el Real Madrid en la Champions, que ya está festejando su triunfo, pero en el último minuto llegan los merengues y le dan la vuelta al marcador.
Tenía la cara de Guardiola. Había librado las peores y más contagiosas olas y, sin embargo, ahora que hay menos contagios con una variante más benigna, se me metió el maldito bicho.
Fue mi culpa. No me cuidé. Cansado de dos años de confinamientos, cubrebocas, vacunas, controles sanitarios, formularios y un largo etcétera, me relajé. Tontamente dejé de utilizar el tapabocas en algunos eventos cerrados en los que participé. Craso error. Lo admito: por cansancio y soberbia, me contagié.
Pero soy muy afortunado. Mis síntomas son nimiedades comparados a cómo comenzó esta pesadilla. A manera de consuelo, he releído mis artículos que escribí sobre el covid-19 a lo largo de esta pandemia. Los peores son, de lejos, los primeros.
Para empezar, estaba la incertidumbre. En realidad no sabíamos nada sobre este nuevo coronavirus, salvo que era muy contagioso y letal. Los científicos estaban en pleno proceso para definir su ADN y comenzar la investigación con miras a desarrollar medicamentos y vacunas.
Mientras tanto, la gente se estaba muriendo como moscas. Hice un artículo citando lo que decían las víctimas de covid-19 y sus familiares en los epicentros de los contagios en ese momento: el norte de Italia y posteriormente Nueva York, ciudad a la que le tengo un cariño especial porque ahí viví cinco años. Los testimonios eran devastadores. Dolores insoportables.
Ahogos letales. Gente muriéndose sola sin poder despedirse de sus familias. Hogares para adultos mayores arrasados.
Pacientes impotentes sin encontrar camas para atenderse.
Médicos y enfermeros frustrados. Sistemas de salud rebasados. Escasez de materiales. Tráileres llenos de cadáveres.
Y el confinamiento. El maldito confinamiento.
La vida en unos cuantos metros.
Yo tuve el gran privilegio, y así siempre lo sentí, de haber podido salir a trabajar. Iba en las noches a hacer mi programa de televisión. Manejaba en una ciudad fantasma. Pocos coches. Algo de camiones. Muchas patrullas, ambulancias y carrozas fúnebres. Me sentía en una película distópica.
Y luego las detestables reuniones por Internet. Las de trabajo, pues ni modo, había que tenerlas. Pero qué tal las familiares y personales. Todavía se me hace un nudo en la garganta al recordar a mi pobre padre que no sabía cómo prender el micrófono de su teléfono y se quedaba ahí mirándonos con ojos de venado. Conversaciones torpes, desorganizadas, deshumanizadas. Un horror.
Los niños recluidos como presos, tomando clases por Internet, aburridos como ostras. Los jóvenes desesperados sin poder convivir con sus novios, amigos y compañeros.
Se nos olvida, pero esto ocurrió hace un par de años. Nada. Todavía no lo hemos procesado.
Como dice una amiga, ni siquiera hemos comenzado a hablar y entender los efectos que tuvo esta pesadilla en nuestra salud mental. Tiene razón porque todos, unos más, unos menos, quedamos tocados por esta experiencia insólita.
Desde aquellos días en que la gente se moría de covid-19, hemos avanzado mucho gracias a la ciencia. Hoy, desde la enfermedad, me siento obligado a expresar todo mi respeto, admiración y agradecimiento a los científicos del mundo que revelaron el ADN del SARS CoV-2 y desarrollaron vacunas, pruebas y medicinas en tan poco tiempo. En este mundo lleno de charlatanes que van esparciendo ridículas teorías de la conspiración, es más importante que nunca el reafirmar el valor de la ciencia como uno de los grandes inventos de la humanidad.
Bueno, pues aquí estoy enfermo, pero contento. No libré el bicho, aunque sí me dio en el mejor momento cuando ya no pasa de una enfermedad molesta que incapacita una semana.
Me siento tremendamente afortunado. Listo para regresar en cuanto salga negativo en la prueba. Por lo pronto, agradezco a todos los que me han enviado buenos deseos y vibras. Me han ayudado mucho para poner esto en perspectiva y elevar el ánimo.