Rubén Moreira Valdez
En algunas ocasiones, eso de opinar o tener una postura religiosa no deja de ser riesgoso. En materia de represión se tiende a pensar en acontecimientos remotos, sin embargo, esto es cosa de todos los tiempos e incluso de sucesos cercanos a nuestro entorno. Por ejemplo, aún quedan los recuerdos de los días aciagos de la guerra cristera, o es común encontrar en los periódicos notas que hablan sobre agresiones en contra de sacerdotes o creyentes católicos en muchas partes del mundo.
La visión eurocéntrica de la historia clasifica como edad media a un periodo de mil años que van desde el Siglo VI después de Cristo hasta el XV. Es común que se le caracterice como una especie de limbo en el cual pocas cosas sucedieron, e incluso se le trata de explicar reduciéndola a la imagen de un tiempo de oscurantismo o letargo histórico. Esta postura, primero, olvida que fuera de Europa sucedían muchas cosas y, después, que en ese continente había un interesante debate teológico y filosófico.
El Nombre de la Rosa es una aventura de Umberto Eco situada en los intrincados tiempos del medioevo. El escritor, nacido en Italia en 1932 y muerto en 2016, nos regala una obra maestra de la literatura contemporánea, que llena de acertijos intelectuales, reta al lector a la búsqueda de información para la comprensión íntegra de ella. Cuando apareció el libro la cosa no era fácil, para resolver dudas se tenía que recurrir a las bibliotecas o a un amigo sabelotodo, ahora, en el reino de la red y los textos electrónicos, la respuesta es casi inmediata.
Como en edificio de departamentos, en la novela, varias historias concurren con la trama central. Eco nos da cuenta de la naturaleza humana, con su esplendor y miserias. Todo ello, sin perder de vista, aun siendo ateo, que en el consciente de los personajes y en el inconsciente propio se impone la búsqueda para interpretar la voluntad de Dios sobre la conducta de los hombres y su Iglesia. ¿Es el Reino una actualidad o un futuro escatológico?, o debemos entenderlo en la continuidad de la doble dimensión.
La novela se sitúa en el Siglo XIV, en una abadía benedictina que terminará – al final del texto- achicharrada por un incendio que inicia en lo que era su biblioteca. En ese santo lugar, en las vísperas de un peligroso debate teológico que involucra a la orden franciscana, suceden varias muertes que despiertan desde respuestas cargadas de supersticiones apocalípticas, hasta sesudos razonamientos del protagonista, Guillermo de Baskerville, que va destruyendo las hipótesis fantásticas. Él sabueso, cuyo apellido evoca a Conan Doyle, se acompaña de un joven novicio y estudiante, Adso de Melk, quien tiene a su cargo el relato de la historia.
En la construcción de la doctrina católica, no son pocos los momentos de tensión en los cuales se enfrentan o contraponen interpretaciones de la Revelación. Así vemos, por ejemplo, en dos mil años de historia del cristianismo, diferencias sobre la comprensión del misterio de la Trinidad o en torno de la naturaleza divina de Jesús. Pero también las hay, y muchas, en la actuación de la Iglesia frente a la realidad y su congruencia con el mensaje de los Evangelios. Algunos de estos debates intelectuales terminaron en cismas o incluso con sus protagonistas en la hoguera. En fechas más recientes, y ya sin la Santa Inquisición, no falta algún teólogo o cura que termine con una sanción de silencio.
La doctrina de los frates pauperes es el motivo del debate teológico que tiene por sede la abadía. Ellos fueron un movimiento dentro de la orden fundada por el santo de Asís, que, en pocas palabras, proponía llevar a extremos la regla de pobreza y el pensamiento de su fundador. Esto parece muy loable, y sin duda lo es, pero resultó incómodo para algunos integrantes de la jerarquía eclesial y, sobre todo para la clase dominante que se beneficiaba del modo de producción feudal. Los disidentes eran tan firmes que no aceptaban la interpretación o limitación de la regla por parte del Papa.
La postura de los frates pauperes no era cosa extraña, e incluso convivió con otras del mismo tipo. En la novela aparece en repetidas ocasiones la referencia a Dulcino y los fraticelli Apostolici. De él se dice era natural del Piamonte, dueño de una poderosa oratoria y con estudios eclesiásticos. En el núcleo de su pensamiento estaba la oposición al sistema feudal, la liberación de los hombres de cualquier restricción, el rechazo a la jerarquía de la Iglesia y su conversión a la pobreza. Más aún, su postura era bastante revolucionaria, ellos pugnaban por una sociedad sin diferencias, basada en la propiedad común y con igualdad entre los sexos.
Este fraile, como era de esperarse, terminó ajusticiado y declarado hereje. Es evidente que sus populares ideas le atrajeron la enemistad de no pocos poderosos. Más aún cuando en la búsqueda de la justicia llegó al extremo de “expropiar” las riquezas y mandar al otro mundo a varios “fariseos medioevales” propietarios de tierras y fortunas.
En el texto, la abadía, como era común en muchas de ellas, es sede de una enorme biblioteca y los monjes dedican parte de su tiempo a la copia y reproducción de libros y manuscritos. Incluso, la búsqueda de uno de los volúmenes que se supone estaba en la colección benedictina es la causa de los homicidios y las llamas que ponen fin a la historia. La joya literaria en cuestión, especula la novela, es la segunda parte de la poética de Aristóteles que en teoría trataría sobre la comedia y la poesía yámbica. Nadie puede afirmar con certeza la existencia del documento, pero la lógica y la leyenda indican que fue escrito por el filósofo y desapareció en la edad media.
Umberto Eco delata en el texto su manejo de la filosofía, historia, religión, literatura y semiótica. Sobre las disputas religiosas del siglo XIV, monta las aventuras policiacas de la indagatoria de los homicidios, trae a cuenta el nombre de personajes que vivieron aquella disputa y los mezcla con otros, de ficción, que asumen características de contemporáneos, como es el caso del uso que da a la personalidad de José Luis Borges.
El libro, según el diario francés Le Monde, es uno de los 100 mejores libros del siglo y en el año de 1986 llegó al cine bajo la dirección de Jean – Jacques Annaud, quien tiene entre sus cintas: El Amante, Siete Años en el Tíbet y la insuperable Guerra del Fuego. El protagonista en El Nombre de la Rosa es encarnado por Sean Connery, famoso por su papel de James Bond, el inmortal 007, agente al servicio de su majestad. En la filmografía de Connery hay más de 80 películas, entre ellas Los Intocables, que le dio un Óscar de la Academia.
Dos frases inolvidables del libro: “Del único amor terrenal de mi vida no sabía, ni supe jamás, el nombre” y “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”.