Por José Elías Romero Apis
Dos de los episodios más luminosos de nuestra política exterior fueron la postura de México durante las crisis cubanas de los años 60. Primero, Estados Unidos promovió que se excluyera a Cuba de la organización panamericana. Todos aceptaron y obedecieron. Todos, menos uno.
Con orgullo de mexicano, siempre he recordado una fotografía de esa histórica noche en la Junta de la OEA, donde todos los cancilleres del continente aparecen con la diestra en alto, votando por la exclusión de Cuba. Todos, menos uno. Sólo el canciller Manuel Tello permanecía con las manos abajo. Sólo él y el embajador Vicente Sánchez Gavito estaban solos en medio de todos. Sólo México estaba solo.
Yo, antes, nunca había visto una fotografía de la dignidad.
Incluso, yo no suponía que la dignidad se pudiera retratar.
Muy poco tiempo más tarde, cuando la crisis de los misiles cubanos, la posición de México fue la misma que la de Estados Unidos. Para todos los mexicanos, no había la menor duda de que, si hubiera estallado la guerra, hubiéramos estado al lado de Estados Unidos y en contra de Cuba y de Rusia.
Más aún, nuestro país impulsó la desnuclearización de la América Latina, hoy consagrada en el Tratado de Tlatelolco, lo que le valió el Premio Nobel de la Paz al canciller mexicano Alfonso García Robles.
Esas lecciones de alteza provenían de nuestros principios de política exterior, hoy constitucionales. México nunca ha sido enemigo de algún país del continente o del mundo. México tan sólo defiende sus intereses.
Y es que los gobernantes deben ver a su país como un imperio central, a partir del cual todo lo demás y todos los demás son algo ajeno y marginal. La política exterior mexicana no debe tener afectos o desafectos para con los extranjeros, sino para el beneficio o el perjuicio que hagan para México. No es un criterio de humanista, sino que es un criterio de estadista.
Esos principios mexicanos son complejos y en nada se parecen a la simpleza pasiva de la neutralidad ni al apolillado evasivo del no alineamiento. Por el contrario, siempre obligan a nuestros gobernantes a un discurso activo y muy inteligente, para no ser malentendidos y malinterpretados.
Nuestro pacifismo enoja a la mitad del planeta. Los países guerreros nos consideran cobardes, así ellos sean verdaderas potencias nucleares o tan sólo nuclearizados rascuaches. Nuestro autodeterminismo indigna a los que les gusta entrometerse y enfada a los que les gusta que se les entrometan.
Por ejemplo, en el conflicto Rusia-Ucrania, nuestro pacifismo reprocha a Rusia por usar la guerra. Pero eso no nos enemista con ella ni nos asocia con Ucrania. No juzgamos sobre las muy propias razones de cada uno. Pero en un mal fraseo podríamos parecer como enemigos de Rusia y como aliados de Ucrania cuando que somos amigos de la paz y enemigos de la guerra.
En otro asunto, nuestros principios nos inducen a desear, aunque nunca a exigir, que Cuba y Estados Unidos diriman sus conflictos. Desde luego, que lo hicieran en la privacidad bilateral y no ante 30 mirones que tan sólo estorban y en nada ayudan.
En público, podría surgir una valentonada injuriosa y otras dos generaciones en conflicto.
También nuestros principios nos dejan en claro que todo este asunto no es nuestro sino muy ajeno. El conflicto ni siquiera fue de Estados Unidos con Cuba, sino con Rusia. En todo ello, Cuba carecía y sigue careciendo de importancia para unos y para otros. También nos queda en claro que Estados Unidos nada le debe a Cuba. Que quien le debe y no le cumplió es Rusia, quien tan sólo la alborotó y luego la abandonó.
La diplomacia de nuestro imperio central es de las 10 más difíciles del planeta. Son complicados sus 9 principios y sus 4 vecinos. Su geografía y su historia. Su política y su economía. Su migración y su criminalidad. Convencer a los otros y complacer a nosotros. Por eso, un buen canciller mexicano suele considerarse como un buen canciller del mundo. El espíritu de Matías Romero sigue vivo y más nos vale que así siga.