Por Víctor Beltri
El último acto del prestidigitador
El prestidigitador sonríe, y continúa con la verborrea —entre aplausos— mientras prepara su siguiente truco. El público lo mira, embelesado, y se deja llevar por las palabras de una figura de autoridad que le habla despacito —y en tono mesiánico— a pesar de que sabe que los conejos jamás surgirán de las chisteras, ni las monedas de detrás de las orejas: en este circo, como en cualquiera, todo es cuestión de creer que así será mientras dura la función.
Y ya llegan los grandes actos. En algún momento habrían de llegar las detenciones, los anuncios espectaculares, los golpes de efecto. El momento de romper el cristal, y utilizar los recursos que estaban reservados para casos de emergencia. Los gobiernos más populares son los que sufren las crisis más grandes, y la semana pasada amenazaba con ser desastrosa para la administración en curso, tras los incidentes de violencia generalizada e ingobernabilidad en varias entidades —de días anteriores— ante los que el Presidente respondió que todo va de acuerdo a lo planeado; el dudoso relevo en la Secretaría de Educación Pública, en donde —más allá de la preparación de la nueva titular para el cargo que asume— se presentó un nuevo y absurdo plan de estudios que sacará a nuestros hijos de la competencia global, y los condenará al tercer mundo; o —más claro, todavía— el destape del multi-mil-millonario escándalo en Segalmex que, con un monto cercano a los 9 mil 500 millones de pesos, supera más de cuatro veces a una Estafa Maestra que “tan sólo” ascendió a 2 mil 200 millones, quizás por corresponder a la mediocre etapa neoliberal. Estos, hay que recordarlo, no son iguales. Son más ambiciosos.
El público aplaude rabiosamente, como todos los días. El prestidigitador continúa su rutina, y cosecha más aplausos mientras aparecen las monedas, los conejos, las vacunas que sólo existen en los confines del propio escenario. Al terminar la función, los problemas del espectador seguirán siendo los mismos: el prestidigitador sabe que el espectáculo que ofrece es sólo una distracción que le permite, al menos, tener una ilusión cada mañana. El prestidigitador mete la mano al sombrero y saca un conejo más, mientras que el público aplaude rabiosamente, y de nuevo eufórico a pesar de haber visto el mismo acto miles de veces, tan sólo para confirmar que —oh sorpresa— el conejo de la chistera no resuelve en absoluto ninguno de los problemas de fondo, ni tiene relevancia alguna para los asuntos actuales y urgentes de nuestro país.
A no ser para el propio Presidente de la República, a quien permite desviar la conversación de los problemas no sólo apremiantes, sino urgentes, que su gobierno atraviesa. Asuntos de verdadera seguridad nacional —mucho más que la construcción de un tren— que, en otras circunstancias, ya le habrían costado la presidencia a cualquiera que no fuera tan hábil como para mantener a un país entero peleando, entre sí, todo el tiempo. El acto del prestidigitador es inimitable, y los años de práctica le han llevado a la cúspide, con una rutina en la que su ingenio y verborrea logran suplir lo poco que no está cuidadosamente planeado: una función cotidiana, en la que lo mismo gira instrucciones a su equipo que descalifica a sus adversarios; lo mismo se deja acariciar por los paleros de la primera fila, que denuesta —sin reparo— a la prensa tradicional; lo mismo aparece monedas del aire, que vacunas que no se compraron.
El gobierno se aproxima a su término, sin que los principales problemas del país hayan sido resueltos; sin que se hayan evitado, tampoco, otros nuevos de dimensiones inconcebibles hasta hace poco. Ayotzinapa importa, por supuesto, pero ya no es tan urgente —ni tan ominoso— como los errores inaceptables del circo en funciones. La gravedad de la situación nos obliga a ampliar nuestro análisis más allá de lo que diga el Presidente en la mañanera del día, e incluso más allá de lo que pueda pasar en 2024: es preciso pensar, hoy más que nunca, en el futuro del país.