Por Juan José Rodríguez Prats
División de Poderes
Para quienes hacen las leyes, el asunto más difícil de diseñar teóricamente y que tenga una operación eficaz es, a mi juicio, la división o separación de poderes, ya sea un régimen parlamentario o presidencial. Los males mayores que ha sufrido la humanidad han sido, son y serán por la concentración de atribuciones —legales y de facto— en quienes deciden destinos de pueblos y la falta de castigo por el incumplimiento de sus deberes.
En los distintos reinos que conformaron el complejo mundo prehispánico, encontramos indicios de un poder compartido. Hay historiadores que percibieron en los tlaxcaltecas, por sus usos y costumbres, prácticas republicanas. Los 61 virreyes (1535-1821) tuvieron limitaciones no tan sólo provenientes de España, sino derivadas de órganos colegiados como la Audiencia Real y el Consejo de Indias. Nuestra vida independiente inició en 1821, pero sólo hasta la República Restaurada se puede identificar un Estado de derecho. Los gobiernos de Juárez, Lerdo y el primero de Porfirio Díaz (1876-1880) tuvieron una auténtica vida parlamentaria.
Prácticamente todos los grandes teóricos de la democracia, desde los tiempos más remotos han dicho algo sobre esta difícil cuestión. Los mexicanos más ilustres confrontaron sus teorías con textos que hoy tienen sorprendente actualidad: Emilio Rabasa Estebanell (La Constitución y la dictadura, 1912) y Daniel Cosío Villegas con su ensayo El liberalismo y la Reforma en México. Vida real y vida historiada de la Constitución de 1857, escrito a 100 años de la expedición de esa carta magna.
Para conformar una bibliografía mínima, sugiero agregar a estos dos estudios básicos las exhaustivas investigaciones y propuestas del jurista Diego Valadés, las aportaciones de Alonso Lujambio sobre gobiernos divididos y la compilación de María Amparo Casar e Ignacio Marván en el libro Gobernar sin mayoría.
En América Latina, por mucho tiempo, el Poder Legislativo tuvo escasa relevancia. Los militares ejercían mayor influencia. Me parece que, a partir de 1992, con el juicio político y la posterior destitución del primer presidente al restaurarse la democracia en Brasil, Fernando Color de Mello inicia un periodo de permanente confrontación e inestabilidad.
Hay algo fundamental. La función más importante del Poder Legislativo como principio legitimante es la de vigilar y controlar al Poder Ejecutivo y, en caso de conflicto, que éste lo resuelva el Poder Judicial.
No se requiere mucho cacumen para afirmar que confrontamos una tremenda crispación entre los poderes federales, el gobierno central, las entidades federativas, incluso los gobiernos municipales. Los congresos locales han sido convidados de piedra en nuestra transición democrática.
Hemos sobrevalorado la contienda por el Ejecutivo federal en 2024. Desde luego, ése es el gran desafío. Sin embargo, no es posible soslayar la crisis por la que atraviesa nuestro Poder Legislativo. Bastaría asomarnos a sus sesiones para percibir sus carencias. Haber aumentado a 500 el número de diputados, suspendido la ceremonia del informe presidencial, la incomunicación entre el Ejecutivo y el Legislativo o el ignominioso desempeño del Congreso de Veracruz modificando una ley con dedicatoria confirman lo dicho.
La vida congresional en el siglo XXI se ha tornado como el órgano de poder más importante en estos tiempos aciagos. Toda democracia requiere enaltecer la deliberación política, darle dignidad y decoro al trabajo parlamentario. Reconciliar a la ciudadanía e insistir en el ejercicio de deberes cívicos. Cualitativa y cuantitativamente, sin importar el partido que gane la Presidencia, se requiere una oposición preparada como factor de equilibrio. Así lo hacen los gobiernos exitosos en este mundo globalizado. Dejemos de esperar al líder milagroso. La solución, una vez más, está en lo local y, por lo tanto, a nuestro alcance con un poco de conciencia solidaria.