Por Rubén Moreira Valdez
Hace algunos años, un personaje de mi tierra natal incluyó su casa paterna en su exitoso proyecto empresarial. Varias secciones del inmueble se tornaron en una especie de museo. La residencia tiene las características de las viejas casonas de Saltillo, entre ellas, un patio central. Al fondo, y antes del corral: la cocina. En ella, con paredes cubiertas de azulejo para evitar el famoso “cochambre”, se encuentran escritos los nombres de algunas mujeres que a lo largo de los años han servido al hogar. A quien lo visita, el propietario con voz melosa y engolada afirma que tal gesto es un reconocimiento a la abnegación de aquellas trabajadoras.
El Concilio Vaticano II, convocado e iniciado por Juan XXIII y concluido por Pablo VI, es el acontecimiento más importante de la Iglesia Católica en los últimos tiempos. Su aggiornamento era una urgente necesidad. La iniciativa del pontífice Roncalli se resume en sus propias palabras: “El concilio ecuménico se extenderá y abrazará bajo las amplias alas de la Iglesia Católica toda la herencia de Nuestro Señor Jesucristo. Su tarea principal estará relacionada con la condición y modernización de la Iglesia después de 20 siglos de vida”.
En el Concilio los debates fueron intensos. Antonio Usabiaga, párroco de Fátima y entonces seminarista, contaba con su peculiar estilo las intensas discusiones. Recordaba los nombres de los más grandes pensadores de la Iglesia Católica y de algunos de la protestante, que acudieron a Roma. El concilio provocó, para bien, una revolución dentro de la Iglesia. Algunos especialistas lo señalan como el origen de movimientos progresistas y otros ponderan lo oportuna que fue su convocatoria.
Las constituciones, declaraciones y decretos aprobadas en aquellas largas jornadas todavía tienen mucho que decirnos, y al recorrer los textos siempre encontramos una actualidad o una respuesta para las tensiones que vive el mundo. El Vaticano II abrió la Iglesia al mundo y el mundo a nosotros. Las palabras de Jesús tomaron una nueva dimensión, donde el amor y cómo expresarlo tienen la centralidad.
Unos días atrás recordé un texto del Concilio que gustaba a don Antonio Usabiaga: “Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente extraordinario y aparezca como tal, es que se vea en el prójimo la imagen de Dios según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor a quien en realidad se ofrece lo que se da al necesitado… no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por título de justicia; se quiten las causas de los males, no solo los defectos, y se ordene el auxilio de forma que quienes lo reciben se vayan liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos”.
La dignidad de la persona es central en la Doctrina Social de la Iglesia, nadie se puede apropiar de la voluntad de otro. El hombre y la mujer son lo más precioso de la creación y están hechos a imagen y semejanza de Dios. Su destino es el Reino, y por lo tanto no es correcto mantenerlos en desventaja o someterlos a la voluntad de los poderosos, sean quienes sean. El mandato es amar al prójimo y socorrerlo para que supere su desventaja si se encuentra en condiciones de pobreza. En otras palabras, liberarlo.
Producto de más de cien años de reflexión, la Doctrina Social de la Iglesia tiene como pilar varios conceptos: solidaridad, subsidiaridad y participación, son algunos de ellos; de éstos se desprende que para los gobiernos y las personas es una obligación auxiliar al prójimo y ayudarlo a superar las desventajas. El Vaticano II deja claro que las acciones que se instrumenten no pueden perpetuar las condiciones de miseria. Así, si una política pública no saca de la pobreza a quien en teoría es el beneficiario y busca mantenerlo en ella, la debemos considerar ilegítima e inmoral; más aún, contraria al magisterio de la Iglesia.
De regreso a la historia de mi paisano, quien, por cierto, confunde la broma con la crónica, en lugar de escribir en los muros de la cocina el nombre de quienes laboraron en su casa, lo debió hacer en el seguro social, para permitirles una pensión y un servicio médico. No hay que confundir el término dadiva con caridad, el segundo es la virtud de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.
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