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Bitácora del director

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Por Pascal Beltrán del Río

Continuismo

Era el 16 julio de 1928. Álvaro Obregón acababa de ser elegido por segunda ocasión como presidente de la República. Había arribado la víspera a la Ciudad de México, luego de un recorrido triunfal desde Sonora. Su primera actividad en la capital fue reunirse con el presidente Plutarco Elías Calles, quien debía entregarle la banda presidencial el 1 de diciembre, igual que había hecho él con Calles cuatro años antes.

—¿Me permites que te dé unos consejos, Álvaro? —preguntó el mandatario.

—No, Plutarco. Si yo no te los di, te pido que tampoco lo hagas tú —repuso Obregón, quien sería asesinado al día siguiente en San Ángel.

Para asegurar que el presidente en turno ejerza cabalmente sus funciones —sin intervención de otros—, el sistema político mexicano ha dispuesto, como regla no escrita, que quien ocupa el Ejecutivo se deslinde políticamente de su antecesor.

Calles no entendió esa necesidad y, luego del homicidio de Obregón, asumió el papel de “jefe máximo de la Revolución”, dando lugar al Maximato —e imponiendo personalmente a cuatro presidentes, dos constitucionales y dos sustitutos—, cosa que duró hasta que Lázaro Cárdenas lo mandó al exilio en 1935.

La ruptura entre el mandatario en funciones y su predecesor ha dado estabilidad al ejercicio de poder en el país desde hace casi un siglo.

El próximo 2 de septiembre, se cumplirán 90 años de la última vez que un presidente dejó inconcluso el periodo para el que fue elegido —con la renuncia al cargo que presentó Pascual Ortiz Rubio, uno de los cuatro mandatarios impuestos por Calles—, algo que ni siquiera Estados Unidos puede presumir. 

Y es que, más allá de las deficiencias de su sistema político, México se ha distinguido en el mundo como un país en el que las transiciones políticas se han llevado a cabo no sólo pacíficamente, sino en los tiempos que marca la Constitución.

La proscripción del continuismo se ha manifestado con rupturas abruptas –como la ya descrita, de Cárdenas con Calles— o suaves —como la de Gustavo Díaz Ordaz con Adolfo López Mateos—, pero siempre se ha observado.

Por eso extraña que el presidente Andrés Manuel López Obrador señale, como hizo el martes pasado, que “sea quien sea el candidato” de su movimiento, éste “garantiza que va a continuar la transformación”.  Como él, todos los presidentes de la República han pensado que la historia comenzó con ellos, y muchos se han sentido inclinados a prolongar su estancia en el poder o, cuando menos, a mantener vigentes sus ideas.

Sin embargo, todos han experimentado la pérdida de poder al final de su mandato —y hasta el ostracismo—, por la sencilla razón de que los sucesores han roto con ellos para reafirmar su propio poder, aun a pesar de deberles su llegada a la silla.

Uno pensaría que después de haber hecho posible que Obregón se reeligiera y que el periodo presidencial se extendiera de cuatro a seis años —mediante sendas reformas constitucionales—, Calles tendría derecho a dar un par de consejos a su paisano y compañero de armas. Pero no funciona así la política y Obregón pintó de inmediato su raya.

Como estudiante de ciencias políticas e interesado en la historia, López Obrador debiera saber que el continuismo que él desea resulta imposible. Quizá sus corcholatas hoy le perjuren que nada piensan alterar de lo que él ha puesto en marcha durante su gobierno, pero eso es sólo porque entienden que sin su aval no hay candidatura posible.

La tradición nos dice que, una vez destapado el o la aspirante del oficialismo, esa persona comenzará a romper con el lopezobradorismo por necesidad política. Más aún, si logra suceder al tabasqueño. Para afianzar su poder o para salir de la crisis que probablemente le toque como herencia, el próximo Ejecutivo —provenga de Morena o de la actual oposición— meterá reversa en algunas o todas las políticas de la autodenominada Cuarta Transformación. Su gobierno podrá ser mejor o peor que el actual, pero no cabe duda que será distinto.

Y a menos de que cambien las reglas que han funcionado desde 1935, a López Obrador le tocará, como ha sucedido con todos los expresidentes, ver cómo desmontan su castillo de naipes.

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