Por Rubén Moreira Valdez
Recuerdo el aula de la Escuela Normal Superior de Coahuila y en ella al joven maestro que nos explicaba el credo marxista. Con seriedad revolucionaria afirmaba que la historia de la humanidad es la de explotados y explotadores, que no hay divisiones románticas de esa historia, que los cambios de época son resultado de los sistemas de producción y no de batallas o caídas de imperios. Además, nos quitó la inocencia cuando nos aclaró que el Estado opera para reproducir el orden de las cosas y para ello usa sus aparatos ideológicos y de represión.
Mientras en los salones flotaban los nombres de Marx, Engels, Lenin y Luis Althusser, en la Unión Soviética se sucedían en el poder Brézhnev, Andrópov, Chernenko y Gorbachov. Unos años después se desmoronaba el socialismo real de la Europa del Este. La caída coincidía con los años de Reagan y la Thatcher y también con la llegada al trono de san Pedro del Papa polaco, ahora santo, Juan Pablo II. Es además un momento interesante en la Iglesia Católica, toda vez que la doctrina social llegó a un estado de madurez que, por cierto, aún no termina, pues con el arribo del Papa Francisco tenemos otras dimensiones de ella.
Jesús es la revelación definitiva del Dios único, pero, además, es hombre de carne y hueso y convive en la tierra con sus contemporáneos. Él actuó en la historia, no se encerró en un templo y desde allí lanzó abstracciones. Por el contrario, armó un tremendo escándalo con su ejemplo y magisterio. Jesús no murió, lo mataron, dijo un afamado teólogo de la liberación. Lo mataron porque en su prédica anunció el Reino y en ese sitio no había espacio para una buena parte de los ricos de aquel tiempo.
Dos mil años han transcurrido desde aquel homicidio. Los evangelistas, abusados como eran, cargaron la culpa a los judíos; sin embargo, a los romanos les encantaba eso de crucificar gente, sobre todo a los pobres y revoltosos. Desde aquellos días, de vez en vez, en la Iglesia Católica se levantan voces para retomar el mensaje del galileo. Entre ellas la del santo de Asís, quien no dudó en optar por los pobres y botar toda la herencia de su padre. Sin embargo, es en el Siglo XIX cuando la realidad enfrentó a la Iglesia con dos circunstancias: la evidente tensión social producto de la revolución industrial y la filosofía marxista con su análisis de esa realidad.
Para mala fortuna de los capitanes de empresa de aquella época, el marxismo y otras doctrinas “exóticas” empezaron a inquietar a los obreros que, para acabarla, se dieron cuenta de un pequeño detallito: la explotación produce plusvalía. Mi mentor normalista decía al respecto: entre el costo de producción y el precio de los productos hay un diferencial que se embuchacan los capitalistas. Incluso, los salarios bajos y las malas condiciones de trabajo aumentan ese diferencial y la pobreza.
El Papa León XIII se percató de las condiciones laborales de los obreros y concluyó que tarde o temprano, si no se tomaban cartas en el asunto, el mundo se iba incendiar. Sin esperar mucho, promulgó Rerum Novarum, una encíclica que inauguró la doctrina social de la Iglesia. Esto significa: la postura de los católicos frente a los sistemas de producción y sus efectos en el mundo. Desde aquel entonces la Iglesia ha construido un magisterio sobre el tema de la pobreza y cómo enfrentarla; y ha definido hasta dónde es lícito acumular capital y cuál es la responsabilidad social de los propietarios de los medios de producción. De pasada, en varias encíclicas y en los documentos del Vaticano II, la Santa Madre Iglesia define la correcta función del Estado y como pilón condena los ismos: socialismo, comunismo y hasta neoliberalismo. Creo que al último debió darle una gran patada.
Por cierto, en ninguna parte del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia se dice que Dios quiere a la humanidad en la miseria o la pobreza. Lo que señala, sorpresa, es que hay algunos programas sociales que no le gustan a la Iglesia y menos a Dios. La próxima semana hablaremos de eso y cómo los curas son buenos para la construcción de alternativas para el desarrollo. Muy buenos, diría yo, bastante profundos y escandalosamente sinceros.
Antes de que se me olvide, años después de sus brillantes textos, mi admirado Luis Althusser, ex alumno de la Escuela Normal Superior de París, estranguló a su querida y revolucionaria esposa, para terminar su vida en una confortable casa de la risa. Quiero aclarar, en descargo del académico francés, que no deseaba quitarle la vida a Helen (así se llamaba su infeliz cónyuge), su intención era darle un masaje, pero se le pasó la manita, al igual que sucede con algunos capitalistas que “quieren” generar oportunidades de empleo y terminan matando de hambre a sus obreros.
Por último, el simpático León XIII no pudo evitar con su famosa encíclica que iniciaran las revoluciones sociales del siglo XX. Chinos, rusos, mexicanos y muchos otros emprendieron una vía armada para cambiar la realidad. Después hablamos de eso.