Por Carlos M. Urzúa
El nuevo presidente de Colombia, Gustavo Petro, tiene en sus manos el típico bono de buena voluntad que todos los ciudadanos otorgan a sus gobernantes recién elegidos. La magnitud de ese bono depende, por supuesto, del porcentaje de votos con el que el político entrante llegó al poder. En el caso de México, por ejemplo, el ahora presidente López Obrador, al haber ganado con más de treinta millones de votos, recibió un bono político extraordinario a principios del mes de julio de 2018. Pero así como el pueblo da, el pueblo quita. Con gran celeridad, tras una serie de políticas equivocadas, López Obrador dilapidó su bono en poco tiempo.
¿Sucederá lo mismo con Petro? En términos de su trayectoria política, López Obrador y Petro son muy diferentes. El primero accedió al poder grillando, saltando de un partido a otro hasta fundar uno nuevo, mientras que Petro fue hasta guerrillero en su juventud. No pocos colombianos tienen aún hoy desconfianza de este último y su bono político no es, de entrada, muy cuantioso, pues apenas alcanzó el triunfo en una segunda vuelta electoral.
Por ello, las políticas del nuevo gobierno colombiano han tenido que ser muy meditadas. Como ha podido apreciarse desde los primeros días de su mandato, la visión de Petro está muy alejada de la visión populista de López Obrador, pues es eminentemente de largo plazo. Sus primeras decisiones presidenciales así lo sugieren. Para abrir boca, es notorio que Petro concede a la educación un papel fundamental en el desarrollo futuro de su nación, al contrario de lo que lamentablemente piensa López Obrador. Y para continuar, el presidente colombiano ha insistido en la importancia de acabar con la polarización dentro de su país. Poniendo en riesgo su modesto capital político, Petro incluyó en su gabinete a varios miembros de otros partidos e inclusive ha llamado al diálogo a los guerrilleros, a los paramilitares y hasta a los narcotraficantes.
Sin embargo, más allá de las virtudes que puedan tener esas y otras políticas, lo cierto es que el nuevo gobierno colombiano seguramente enfrentará, desde el inicio, ese gran obstáculo que ha impedido el avance social en muchos países de América Latina: la falta de dinero público. Colombia es un país centralista, no federalista, y aun así la recaudación tributaria que logra obtener su autoridad fiscal es baja. Por concepto de impuestos tributarios el gobierno federal de México recauda alrededor del 14% del producto interno bruto. Ese pequeño porcentaje es similar al que obtiene el gobierno de Colombia, pero es significativamente menor que el promedio en América Latina.
Debido a ello, y en contraste con lo que ha hecho López Obrador, Petro ya hizo su primera apuesta riesgosa: lograr una reforma fiscal que le permita incrementar la recaudación tributaria en alrededor de dos puntos del PIB. Varias propuestas están ya en la mesa, entre ellas elevar la tasa de impuestos en el caso de los altos ingresos, eliminar las deducciones que proliferan en el sistema, e incrementar el impuesto de las pensiones que excedan cierto monto. Eso es tener una verdadera visión de Estado. Al contrario de lo que hará López Obrador en dos años, Gustavo Petro no quiere heredar a quien sea eventualmente su sucesor un cartucho de dinamita prendido.