José Elías Romero Apis
A estas alturas de lo que he vivido, ya no me impresiono con nada de lo bueno ni de lo malo que hacen las fiscalías de justicia. Eso no quiere decir que yo sea insensible, sino que soy impasible. No significa que no me intereso, sino que no me altero.
Sin embargo, dos recientes casos muy conocidos llamaron mi atención, uno con rechifla y otro con aplauso. Ya los he mencionado de pasadita, pero ahora me detengo en ellos.
Hace casi 4 meses una joven fue hallada muerta en un hotel de Nuevo León. Las circunstancias fueron más que extrañas y la investigación ha sido más que rara. Muchos cateos que no se corresponden en la lógica. Muchas autopsias que no se corresponden en la razón. El indignado padre ha renegado de la autoridad, pero de nada le ha valido.
Hasta ahora, no sabemos quién ni cómo ni por qué. Para los conocedores, la investigación ha sido un fracaso. Para los suspicaces, las autoridades o no saben nada, lo cual es malo; o las autoridades saben mucho, lo cual es peor.
En otra latitud, un joven fue muerto en un bar del Estado de México. La madre, adolorida, convocó a un cierre del Periférico. Las autoridades entendieron de inmediato y, por un conducto idóneo, enviaron un mensaje al joven presunto, ya para entonces fugado y escondido.
Se le explicaron los peligros y los problemas para quien no tiene la sapiencia ni los contactos ni los recursos para vivir “a-salto-de-mata”. Se le garantizaron sus derechos constitucionales y su acceso a una legal defensa. La respuesta fue su inmediata entrega voluntaria.
El propio fiscal general, José Luis Cervantes, lo trasladó personalmente al penal, manejando su propio auto y dialogando con el detenido como copiloto sin ataduras. Por su parte, la madre otorgó el más amplio voto de confianza. Hace unos días, el juicio quedó concluido por la vía del sistema de abreviación. Todos lo hicieron posible. El mencionado fiscal general actuó con agilidad y con eficiencia. Supo cuál sería su mensaje y supo escoger al medio de envío. Elaboró una consignación que fuera sostenible ante los tribunales y con las pruebas necesarias para sostenerla. Se condujo con franqueza para con unos y para con otros en lo que podía ofrecer y en lo que no podría cumplir. Convenció a los deudos, al acusado, a los jueces, a la opinión pública y hasta a sus propios colaboradores.
Los impartidores de justicia, comenzando por el presidente del Tribunal Superior, Ricardo Sodi, aplicaron su experiencia y su equidad a efecto de que las leyes del caso, en mucho imperfectas y en mucho incompletas, fueran interpretadas y hasta integradas para darles la suficiencia necesaria para el resultado deseado por todos.
El acusado se sometió, con valor y con respeto, a la autoridad que lo condenaría por más años de los que ha vivido. Para reconocer su falta y las consecuencias legales de la misma. Para soportar la vida que le tocaría de aquí para su futuro.
La madre se condujo con bravura activar a unas autoridades que saben responder, así como para reconocer que no hay ley ni cárcel ni fiscal ni juez que le pudieran devolver la vida de su hijo. Para comprender que el hoy sentenciado no es un criminal irredento, sino una víctima más de este drama y que no tuvo la intención de matar a su hijo.
Este asunto no es para celebrar, sino para condoler. Es una tragedia múltiple. El que murió perdió su vida y el que mató destruyó la suya. La vida de los padres de ambos nunca volverá a ser la misma que antes.
Ya he dicho que en la procuración he visto todas las balas, toda la sangre y todas las lágrimas de las que nunca me he atrevido a platicar en mi casa ni en mis sobremesas ni en mis clases ni en mis libros. No hay película ni novela ni noticia que me espante. Pero tampoco hay comandante ni juzgador ni procurador que me engañe ni que me enrede.
Pienso que quizá el título de mi artículo me sirve, pero no sea exacto. No hay fiscalías buenas ni malas. Hay fiscales que merecen nuestro respeto y hay fiscales que no se merecen nada de nosotros.